“En un prado vi una náyade que, semejante a una flor, sobre flores caminaba… con la cabellera suelta, sencillamente vestida…” (Pierre de Ronsard, poeta francés del S XVI)
Para todo gran amor, de tantos recuerdos, y para sellar la nostalgia de las cosas pasadas y acaso perdidas basta la fragilidad de algunos pétalos.
Encontrarse y decirse adiós, encontrarse de nuevo y otra vez perderse, en el juego que consume de toda gran pasión, como una llama que atrae y quema.
“Emma”, escribía Alejandro Dumas, “.. guarda sobre tu corazón estos dos pensamientos: uno color del duelo, el otro color del amor; imagen de nuestras manos desunidas o juntas: el primero es la partida, el segundo el retorno”.
La Dama de las Camelias
Alejandro Dumas y Marie Duplessis
Cuando Alejandro Dumas tenía 20 años conoció a Marie Duplessis y al instante surgió la chispa entre ellos, Dumas expresaba: “Era alta y muy esbelta, de pelo negro y complexión blanca y rosa, su cabeza era pequeña, de ojos alargados que tenían el aspecto de porcelana de las mujeres del Japón”, era la cortesana más famosa de la época, se la conocía como “La Dama de las Camelias” porque llevaba un prendedor de camelias blancas o rojas, según estuviera o no disponible para sus amantes. Su casa estaba llena de flores, según un admirador “era prisionera de una fortaleza de camelias”, Dumas escribió su obra después de su muerte, después Verdi, compuso la ópera la Traviata, basada en su historia, según palabras de Marie: “¡oh! Sí, he amado sinceramente, pero nadie ha correspondido jamás a mi amor. Este es el verdadero horror de mi vida. Es malo tener corazón cuando se es una cortesana”.
Antonio y Cleopatra
Millares de rosas esparcidas por los esclavos sobre las aguas en las que avanzaba la nave de la reina de Egipto y del corazón de más de un hombre de su época, preciosos bálsamos de oriente perfumados de rosa para hacer más suave y seductora su piel, y más rosas, en la habitación donde Cleopatra finalmente buscó una salida gloriosa a su triunfadora vida, muriendo, para no sentir un amor imposible, y una derrota.
Lady Hamilton y Horatio Nelson
Un rudo hombre de mar como Lord Nelson, no se puede saber como consiguió en plena mar una rosa amarilla, que puso en su chaqueta cuando volvió vencedor de la batalla naval de Abukir, el 22 de septiembre de 1799, cuando desembarco en el muelle de Nápoles fue lo primero que pudo ver su amante, lady Hamilton, cayendo por la emoción desmallada sobre su criada, ya que éste era, en su privado lenguaje de amor, un homenaje que el Almirante inglés hacía a su dama.
Napoleón Bonaparte y María Walewska
Así escribía Napoleón a María en 1807: “María, dulce María mía, dígnate aceptar este ramo de flores: él podrá convertirse en un lazo misterioso y establecer entre nosotros un pequeño secreto ante la gente que nos rodea. Expuestos a las miradas de la multitud, podremos entendernos. Cuando ponga mi mano sobre el corazón sabrás que lo tengo lleno de ti, y para responderme apretarás en tu seno un ramillete de flores semejante al que te envío, con el que siempre te adornarás; ¡que tu hermosa mano nunca se separe de mis flores!”
Napoleón y Josefina Beauharnais
Entre los recuerdos de Napoleón tenía un lugar especial, el de una estancia en Italia, en 1797, en el castillo de Montebello, en el Lago Maggiore, cuando se paseaba por los jardines del brazo de, su querida entonces, Josefina, y así dejo escrito: Estaban en flor todos los rododendros y, al ponerse el sol, la cantante Grassini de la Scala, escondida entre los arbustos, cantaba con voz dulcísima las melodías de Monteverde. ¡Oh momentos inolvidable, perfecta serenidad nunca más encontrada!”
Petrarca y Laura
El poeta escribiendo sobre ella en “In vita di Laura”, llegó a compararla con una “cándida rosa nacida entre duras espinas”. Tal fue el amor de Laura por las rosas que su sepultura sólo se adorna con una rosa de mármol blanco sin ninguna otra inscripción, una rosa quizá como símbolo de un amor sin fin.
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